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Venerable sueño humano de que un solo hombre pueda encarnar el mal

Una semana de verano decidí coger por primera vez un libro de Philip Roth, y entonces descubrí todo esto

A un lector se le piden muchas y distintas cosas, siendo una de ellas —de forma solo superficialmente paradójica— escribir. No me refiero a los textos que potencian una respuesta o una multiplicación de sí mismos al poner en ebullición el deseo escritor de quien lee. Me refiero, estrictamente, a ser lector, a leer, que es una acción que en su interior contiene diferentes gestos. Este verano leí uno de esos libros que, para ser acabados, piden tomar notas, ordenar, clarificar; tan confuso estaba el manuscrito cuando el escritor puso punto final a este libro, en tal estado de contradicción se encontraba este consigo mismo, y tanto le importaban todas las cosas que había arrojado sobre esas páginas, que a ti solo te queda seguir la tarea, intentar entender lo que ahora a ti también ha pasado a importarte hondamente.

La mancha humana comienza entonces con el recuerdo de la caída en desgracia de Coleman Silk, un profesor universitario estadounidense en los años 90, momento en el que, en palabras de Philip Roth, el país se veía azotado por el puritanismo. Al susodicho profesor se le había ni más ni menos que «cancelado» por proferir un epíteto racista —y Roth se cuida de que la situación sea ridícula, de que sea absolutamente cuestionable que el conjunto de palabras sea racista en absoluto— en una de sus clases. Se enfrenta entonces a la mojigatería de alumnos que se esfuerzan por hacer justicia y echarle del lugar, aunque anteriormente no se habían involucrado en absoluto con la clase, con el profesor, con aprender, con la Institución. El lector es traído después al presente, junto a un Silk en su vejez, y aprende que, desde El Incidente, ha llevado una vida de retiro paranoide, de sed de venganza paralizada, de ponzoñosa sensación de injusticia — todo eso hasta que, tras la muerte de su inocente esposa Iris, toca en la puerta de un escritor (protagonista del resto de libros de la trilogía de América y trasunto de Roth) que recién se ha mudado a una cabañita en las proximidades deL barrio, y cogiéndole de la pechera con fuerza le dice “mira, tú tienes que escribir un libro sobre esto, tú tienes que hacer justicia porque alguien tiene que hacerlo, me entiendes, la verdad se tiene que saber”. A partir de entonces se abre la compuerta que te deja caer por una rampa de desvelamientos que parecerá infinita, hasta el punto en el que piensas ¿la verdad se tiene que saber? ¿qué verdad? ¿hay un final de los desenmascaramientos? ¿la verdad, entendida como la situación de conocimiento de la totalidad de los datos sobre una situación, es accesible para mí, individuo? Como lector Roth te ubica en una posición de incertidumbre, destapando como mentira todo aquello que con anterioridad había presentado como verdadero. La idea es que se llegue entonces a la conclusión, que al escritor le parecerá sana, de conocimiento del desconocimiento. La parálisis es inevitable, y lo que pide la situación es jamás asumir nada como certeza, dudar siempre. Pero, si hay que adoptar una postura ambivalente en todo momento, ¿es posible hacer juicios de algún tipo que ordenen prácticamente el mundo? Philip Roth esboza una sonrisilla.

Su preocupación, a pesar de todo, es alcanzar alguna claridad sobre lo que es justo, aunque a su vez le fascina que la justicia sea tan escurridiza, tanto que a veces parece que esta se pierde, y desde luego no se piensa ir corriendo tras ella. Los prejuicios son los mayores enemigos de Roth, que entiende el juicio como el sagrado momento en el que se está frente y con aquello sobre lo que se quiere decidir; dirige pues su rabia infinita y desaforada hacia aquellos que actúan con malicia al enclavarse en unas posturas pre-juicio, posturas respaldadas por conocimientos insuficientes que, sin embargo, son celosos defensores de sí mismos. Los que encarnan con preeminencia esta postura son los compañeros de institución de Coleman Silk, que le dan la espalda unánimemente en el que, tal vez, sea uno de los momentos más críticos de la vida del último. Ni siquiera se trata de que no sean juiciosos, sino de que son egoístas y, lo peor de todo, cobardes que se pueden mentir a sí mismos para lograr adoptar el cómodo lugar desde el que se posiciona la maldad al otro lado de la calle, y así uno queda liberado ya de esa carga. Un autoengaño para lograr limpieza y orden. Si Roth es especialmente talentoso en algo, será justamente en lo contrario, en zarandearte por distintos puntos de vista para que entiendas que las personas son poliédricas, que tener una opinión o postura firme y única respecto a algo es una cosa estúpida, casi pueril. Esta habilidad de Roth —que, quizás en este libro en concreto, podría domar y cercar algo mejor, pues se presenta muchas veces como desbocada— conduce a un lugar en el que es realmente imposible decir con claridad si alguien es «bueno» o «malo», dos categorías que, en cualquier caso, Roth rechaza de plano. Lo que ocurrirá al final del libro es que todo el mundo es culpable y lo contrario, y que Roth se esfuerza por espolvorear algo de comprensión incluso por encima de aquellos personajes sobre los que vierte sus antipatías personales.

Esta combinación lleva a que la emoción que domine el libro sea la rabia, que retumba detrás de cada palabra. Roth está, muy, muy enfadado, muy decepcionado con la estupidez de defender el conocimiento con el que ya se cuenta, en lugar de estar ávido por más, fascinado por dudar, por el mundo que le supera a uno sin duda, tan inmenso y complicado es. Es esta pulsión rabiosa precisamente la que da un tono extraño al libro. Uno esperaría un talante humanista, más cercano a Carrère (pero menos blando que este), propio de quien está dispuesto a entender todo y a todos, pero este humanismo está manchado de un desparramado cinismo, contra el que parece que Roth —consciente de ello— se rebela a su vez, pues intentará enmendar de alguna forma la irritación que ha volcado sobre ciertos personajes, pero desde luego no logra —quizás no quiere— callarse todo, no logra no decir «os estoy viendo, y no os aguanto». 

En este sentido, es recurrente en el libro la observación de que solo aquellas personas que han tenido determinadas experiencias de opresión lucharían por ellas con sinceridad: la joven profesora Delphine Roux, una de las principales enemigas de Silk, será ejemplo de tal impostura durante el juicio público e institucional del último. Conociendo hábilmente aquello que debe defender públicamente para conseguir beneficios para sí misma, la profesora guardaría insinceridad en su corazón, entendiéndose por tal la ausencia de un convencimiento íntimo y arrebatador, de una implicación político-pública en la que se juega la vida propia. Quizás sea aquí donde Roth resulta más irritante: creo que es cínico, y propio de quien no entiende en absoluto qué es la política como juego público y común, exigir una sinceridad tal. Por un lado, no es justo, práctico, y solo apenas posible, juzgar políticamente a alguien por su fuero interno en lugar de por sus acciones públicas: al final, no se trata de un examen moral, sino un juego práctico de relación con el otro. Por otro lado, la insinceridad política, la capacidad del resto para hacer callar por vergüenza, de hacer que no te atrevas a decir ciertas cosas en público, parece una herramienta no desdeñable. Es cierto que en algunos casos —casos que nos rodean por doquier en este presente paranoide que habitamos— esta sumisión a lo común puede convertirse en una rabia capaz de matar, pero lo cierto es que en general se transforma en un «lo que digáis, tampoco me importa tanto». 

Digamos que las denuncias que están en juego en el libro son las de ganarse el adjetivo de misógino y/o racista. A lo largo del texto quedan suficientemente claras unas certezas y convicciones del autor respecto de aquellos patrones racistas que han operado y operan en Estados Unidos, y se explora con interés, aunque aquí esté ejecutado de manera algo tonta al ser tales las ganas de hacer que «le explote la cabeza al lector», las demandas o expectativas de una cierta santidad por parte de los individuos racializados, que no hace sino añadirse al resto de complejas encrucijadas que ya habitan cotidianamente. 

En cuanto a las mujeres… ay, las mujeres. Lo que le gustan a Roth, lo que le sacan de quicio, lo que las quiere matar a veces, solo a algunas de ellas. Es fascinante leer con miedo, mirando entre los dedos, temiendo que venga lo que sospechas que va a venir, pero en el fondo esperando que Roth también sepa verlo y parar a tiempo. Pero hay una distancia abismal entre quien lee hoy y quien escribió entonces: Roth no puede ver porque no conoce los manidos patrones misóginos de cierta literatura, y si no los conoce es porque los está creando. Uno de los tantos juegos que juega en el libro es el de posicionar a un hombre y mujer que se odian como espejos bidireccionales. Entre Delphine Roux, aquella que alimentó la ruina de Coleman, y este último, lo que se encuentra es una lucha entre el odio y el deseo. No dejan de ser los sueños de un viejo que tiene el sistema sentimental totalmente disparatado: respecto a una persona que aparentemente alberga en su interior tanta rabia, como parece ser el caso de Roth, uno puede asumir que el odio se le mezcla un poco con todos los otros sentimientos. También, antes de redimirla hacia el final del libro, presenta a la profesora Delphine Roux como un ser asexuado, pues parece preferir «la teoría económica y literaria» al sexo, mientras que otras figuras femeninas en el libro, menos interesadas en intelectualidad y más en lo carnal, le resultan más satisfactorias a Silk/Roth, intelectuales que pueden satisfacer con ellas sus deseos cachondos. Acaba así estableciéndose una ordenación de las principales figuras femeninas del libro a través de una dicotomía que se presenta como extrañamente esquemática y simplificada, teniendo de fondo la complejidad bajo la que se presentan el resto de los conflictos y personajes del libro.

Todas estas decepciones que Roth siente respecto de la humanidad las explora específicamente en el espacio de la academia: además del silencio egoísta y la insinceridad, allí encuentra a la envidia convertida en catetada y anti-intelectualismo. La Universidad de Athena no es una universidad «de élite», y la distancia entre quienes quieren más y quienes están contentos allí es un mar de pasivo-agresividad, que resulta en una incapacidad para mirar de cara las fallas de uno mismo y sus deseos no cumplidos. El cruce de rencores y de malas formas funciona en ambas direcciones, como sucede en el resto de los conflictos que plagan el libro, pero la no-esencialización de un bando como el execrable no hace menos bochornoso para Roth todo este conjunto de actitudes. En medio de este contexto, se despliega una nostalgia por un tiempo pretérito que no termina de concretarse, de localizarse en un lugar y tiempo. Se trata de un nebuloso pasado intelectual en el que se respeta a los clásicos porque son clásicos (¡como si este no fuese un pensamiento perfectamente circular!), en lugar de rechazarlos por ese mismo motivo; un pasado en el que era posible decir en alto lo que uno pensaba sinceramente, sin temer ser castigado por ello, en todo caso respondido; un pasado en el que no había envidias ni condescendencias entre compañeros de institución. Pero Roth es más listo que eso, y dando un paso atrás, reconoce sus propias limitaciones, aunque también sabe que no puede conocerlas desde el hoy, así que también lanza alabanzas hacia el futuro:

“El hombre que decide forjarse un nítido destino histórico, que emprende la tarea de soltar el resorte histórico, y que lo logra, que consigue con brillantez alterar su suerte personal, solo para caer en la trampa de la historia con la que no había contado: la historia que todavía no es historia, la historia que se hace ahora mismo, la historia que prolifera mientras escribo, añadiendo un minuto a la vez, y que comprenderán mejor en el futuro de lo que jamás la comprenderemos nosotros. El nosotros que es ineludible: el momento presente, la suerte común, el talante actual, la mentalidad de tu país, la llave estranguladora de la historia que es tu propio tiempo, debilitado por la naturaleza aterradoramente provisional de todo.”

Sin desvelar demasiado —no por deferencia hacia el spoiler, sino porque supondría imposibilitar las sonrisas que producen los más tontos giros de la novela— el que acaba por presentarse como el verdadero principio que planea sobre estos personajes, quizás el único respecto del cual Roth no tiene una postura compleja ni contradictoria, es el sueño del individualismo; un sueño que ha sido defendido a los cuatro vientos por la patria americana, a la vez que esta malogra las posibilidades de hacerlo realidad. Muchas personas de este relato ocupan una posición de «optimismo cruel», como diría Berlant, que define este estado relacional de la siguiente forma:

“A relation of cruel optimism exists when something you desire is actually an obstacle to your flourishing. It might involve food, or a kind of love; it might be a fantasy of the good life, or a political project. It might rest on something simpler, too, like a new habit that promises to induce in you an improved way of being. These kinds of optimistic relation are not inherentlyy cruel. They become cruel only when the object that draws your attachement actively impedes the aim that brougth you to it initially.” (p.1- 2011, Duke University Press, Lauren Berlant, Cruel optimism)

Es precisamente mediante el anterior dúo de académicos amigos-enemigos que se explora la promesa envenenada del subconsciente americano, la idea de independencia. Tanto Coleman Silk como Delphine Roux acaban encerrados en su eterna carrera por alcanzar una meta que no deja de moverse y que acaba ineludiblemente en una soledad total. Coleman quiere ser libre, que ninguna condición que le fuese otorgada desde su nacimiento y que él no aceptó ni pidió le diga lo que puede vivir y lo que no, lo que puede desear y lo que debe aceptar que se encuentra fuera de su alcance. Pero, por supuesto, para lograr alcanzar lo que se presentan como las mieles de la sociedad tienes que ser, que actuar y que aceptar todos los requisitos necesarios para que te acepten en esos lugares. “Nunca más vivió fuera de la protección de la ciudad amurallada que es la convención” (p.402), y esa protección implica una sumisión ante ideales que no son los suyos, que también, como sus condiciones individuales, le fueron otorgados sin que nadie le preguntase qué le parecían. Si Silk, para lograr tener la mejor vida posible a su alcance, tiene que guardar un secreto que solo conocen él y su familia, personas a las que no volverá a ver, Roux pierde su vida por el proyecto de conquistar un triunfo del que solo ella puede ser señalada como responsable, como autora. Esta académica abandona su hogar, sus amigos, incluso su país, con el objetivo de que su madre pueda decirle a sus amigas con orgullo «allí está, en los Estados Unidos, sola», de poder disfrutar de todos aquellos espacios de los que quién no querría disfrutar (aunque ella es bastante infeliz), de codearse con la élite académica global (aunque todos le caen bastante mal y ella tampoco es santo de la devoción de los otros), de demostrar que es la mejor porque ha obtenido lo que (le han dicho que) todos querrían obtener sin ayuda de nadie (pero está tan aislada de los demás). 

Lo curioso es que Roth mismo caiga en esta trampa al hablar de la amante de Silk. Fauna Farley, mujer que se encarga de limpiar la universidad en la que Silk trabajaba, que ha sido maltratada y ahora perseguida por su exmarido, y que dice ser analfabeta, es la amante del profesor en sus últimos años de vida, cuando él tiene 70 y ella 36. Saben que tienen que mantener en secreto su relación, porque las personas son, dice Silk negando con la cabeza, condescendientes con la mujer, la infantilizan y la consideran incapaz de defenderse y de relacionarse en igualdad de condiciones con un antiguo profesor de universidad treinta años mayor que ella. El antiguo profesor, y parece que Roth a través de él, plantea como la posición verdaderamente misógina aquella que, sin conocer íntimamente a las dos personas que conforman la pareja, asumen la inferioridad intelectual de la mujer. Por supuesto, no deja de haber verdad en esto que señalan el hombre ficticio y el hombre real a su lado, pero a su vez, esta consideración de Farley como un individuo que se enfrenta a otro individuo (en este caso, el profesor) y cuyo encuentro se valora a través de las capacidades de ambos como seres monádicos, no deja de caer en la misma lógica individualista de la que hasta hace un momento parecía ser consciente. 

Este dúo del que os hablaba en realidad es un trío, y con la tercera parte de este grupo vienen algunas de mis partes favoritas, aquellas que lidian con otro de los grandes personajes de la novela, un veterano de Vietnam, Les Farley (exmarido de Fauna), absolutamente desquiciado y rabioso con Nixon. El cabrón de Nixon, que con tal de no morir en el ejército se convierte en presidente. El cabrón de Nixon, que condecora a los que vuelven vivos cuando ellos lo que quieren es sacarse los ojos, correr miles de kilómetros gritando hasta que estén tan exhaustos que sus cuerpos tengan que olvidar algo de lo que han vivido. El cabrón de Nixon, que manda a la muerte a miles de hombres a sabiendas, porque los que vuelven vivos también están muertos. Este hombre sueña con la independencia, con poder retirarse de todo, de la humanidad. Coleman Silk acabará ejecutando este mismo plan, aparentemente por motivos distintos, pero estará unido a Farley a través de un mismo temor, a saber, el medio a verse arrastrado por otro al dolor. En sus soliloquios, a veces mentales, a veces esputados hacia el exterior, el veterano repite su deseo de no estar sometido a nadie, de no tener que atravesar de nuevo la injusticia del sacrificio que le pareció la guerra de Vietnam, donde su cuerpo era movido y posicionado en nombre de otros, pero sin dejar de ser este también su cuerpo en ningún momentoUn conjunto de individuos, como parece ser los Estados Unidos a ojos de Farley, no puede ser felizmente movilizado para la guerra y para la defensa, pues no hay un ser-grupo al que apelar unánimemente. Coleman Silk, que no quiere subsumir su «yo» al destino que se le ha prescrito desde su nacimiento, acaba consiguiendo una vida amable (luego truncada) a través de sacrificios y de una irónica aceptación de la norma, que le condenarán a un aislamiento interior; Les Farley, arrastrado a cumplir por obligación los designios de otros, más cobardes que él, se autoimpone el destierro en las montañas, donde ningún deseo ajeno le alcanzará de nuevo. Ambos acaban solos para protegerse, y ambos son atravesados por un deseo de venganza y un sentido de injusticia con los que no sabrán convivir.

La desesperanza radical de la vida del veterano es posiblemente la más inasumible de todo el texto, y sin embargo siempre hay algo de humor rodeando la situación, comprensión como el reverso del horror. Este hombre quiere matar a su mujer (Fauna Farley), a la que violentaba mientras vivían juntos, y esto está mal, muy mal y si alguien es planteado como un villano en este libro es él, no hay peros. Y sin embargo. Ese personaje es el Terror que en realidad está en el fondo de este libro: ¿cómo vamos a saber hacer lo correcto cuando todo es tan complicado? ¿Como te enfrentas a una persona así? ¿Cómo la condenas sin más dobleces? La indecidibilidad del mundo, ese es el verdadero terror, y no el mal.

Y Philip Roth parece que habla sobre sí mismo cuando nos dice: así es, amigos, por mucho que os joda, yo no puedo encarnar la idea del mal. Lo tenemos todos dentro.